LAS REVOLUCIONES HISPANOAMERICANAS 1808 - 1826 (John Lynch)
Como las revoluciones culminaron en una diversidad nacional más que en unidad americana, he creído necesario proceder por regiones sin por ello, descuidar el movimiento continental de los acontecimientos. He adoptado predominantemente el punto de vista hispanoamericano, viendo las revoluciones como creadoras de las naciones americanas más que como disolventes del imperio español, y concentrándome en la historia interna de la independencia.
LOS ORÍGENES DE LA NACIONALIDAD HISPANOAMERICANA
EL NUEVO IMPERIALISMO
Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron repentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España se derrumbó ante la embestida de Napoleón, su imperio se extendía desde California hasta el cabo de Hornos, desde el Orinoco hasta las orillas del Pacífico, en total cuatro virreinatos. Quince años más tarde España solo mantenía en su poder a Cuba y Puerto Rico, mientras proliferaban las nuevas naciones.
La independencia fue la culminación de un largo procesos de enajenación en el cual Hispanoamerica se dio cuenta de su propia identidad, tomó conciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos.
"Los criollos prefieren que se les llame americanos" "Yo no soy español; soy americano", palabras que descubren los síntomas de un nuevo resentimiento.
Hispanoamérica estaba sujeta a fianles del siglo XVIII a un nuevo imperialismo; su administración había sido reformada, su defensa reorganizada, el comercio reavivado.
La nueva política era esencialmente una aplicación de control que intentaba incrementar la situación colonial de América y hacer más pesada su dependencia. Sin embargo, la reforma imperial plantó las semillas de su propia destrucción. El imperialismo español lanzaba ataques contra los interese locales y perturbaba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial.
Las sociedades americanas adquirieren gradualmente identidad, desarrollando más fuentes de riqueza, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsistencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de monopolio español se hicieron más duros, las colonias ampliaron las relaciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló vigorosamente.
El crecimeinto económico fue acompañado de cambio social, formándose una elite criolla terrateniente cuyos intereses no coincidían con los de la metrópoli.
El nuevo equilibrio del poder se reflejó primeramente en la notable disminución del tesoro enviado a España. Significaba que ahora las colonias se quedaban con una mayor parte de su propio producto, y empleaban su capital en administración, defensa y economía.
A mediados del siglo XVII se cierra el ciclo minero en México, la colonia reorientó su economía hacia la agricultura y la ganadería y empezó a cubrir mayor número de sus necesidades de productos manufacturados. Hasta cierto punto la colonia se había convertido en su propia metrópoli.
Es cierto que el poder imperial continuaba ejerciendo su control burocrático; es también verdad que las colonias no declararon su independencia durante la guerra de sucesión española, cuando la metrópoli era impotente. Dejando aparte el hecho de que el ambiente político e ideológico de principios del siglo XVII no era propicio para un movimiento de liberación nacional, los hispanoamericanos tenían poca necesidad de declarar la independencia formal, porque gozaban de un considerable grado de independencia de facto, y la presión sobre ellos no era grande. Un siglo más tarde la situación era diferente. El peso del imperialismo era entonces mucho mayor, precisamente como resultado de la renovación del control imperial después de 1765.
La provocación tiene lugar no cuando la metrópoli está inerte, sino cuando actúa.
Durante mucho tiempo la obsesión de muchos virreyes era encontrar una manera de vincular la economía americana más estrechamente a España. Detener la primera emancipación de Hispanoamérica éste era el objetivo del nuevo imperialismo de Carlos III.
EL NUEVO IMPERIALISMO
Las revoluciones por la independencia en Hispanoamérica fueron repentinas, violentas y universales. Cuando en 1808 España se derrumbó ante la embestida de Napoleón, su imperio se extendía desde California hasta el cabo de Hornos, desde el Orinoco hasta las orillas del Pacífico, en total cuatro virreinatos. Quince años más tarde España solo mantenía en su poder a Cuba y Puerto Rico, mientras proliferaban las nuevas naciones.
La independencia fue la culminación de un largo procesos de enajenación en el cual Hispanoamerica se dio cuenta de su propia identidad, tomó conciencia de su cultura, se hizo celosa de sus recursos.
"Los criollos prefieren que se les llame americanos" "Yo no soy español; soy americano", palabras que descubren los síntomas de un nuevo resentimiento.
Hispanoamérica estaba sujeta a fianles del siglo XVIII a un nuevo imperialismo; su administración había sido reformada, su defensa reorganizada, el comercio reavivado.
La nueva política era esencialmente una aplicación de control que intentaba incrementar la situación colonial de América y hacer más pesada su dependencia. Sin embargo, la reforma imperial plantó las semillas de su propia destrucción. El imperialismo español lanzaba ataques contra los interese locales y perturbaba el frágil equilibrio del poder dentro de la sociedad colonial.
Las sociedades americanas adquirieren gradualmente identidad, desarrollando más fuentes de riqueza, reinvirtiendo en la producción, mejorando su economía de subsistencia de alimentos, vinos, textiles y otros artículos de consumo. Cuando la injusticia, las escaseces y los elevados precios del sistema de monopolio español se hicieron más duros, las colonias ampliaron las relaciones económicas entre sí, y el comercio intercolonial se desarrolló vigorosamente.
El crecimeinto económico fue acompañado de cambio social, formándose una elite criolla terrateniente cuyos intereses no coincidían con los de la metrópoli.
El nuevo equilibrio del poder se reflejó primeramente en la notable disminución del tesoro enviado a España. Significaba que ahora las colonias se quedaban con una mayor parte de su propio producto, y empleaban su capital en administración, defensa y economía.
A mediados del siglo XVII se cierra el ciclo minero en México, la colonia reorientó su economía hacia la agricultura y la ganadería y empezó a cubrir mayor número de sus necesidades de productos manufacturados. Hasta cierto punto la colonia se había convertido en su propia metrópoli.
Es cierto que el poder imperial continuaba ejerciendo su control burocrático; es también verdad que las colonias no declararon su independencia durante la guerra de sucesión española, cuando la metrópoli era impotente. Dejando aparte el hecho de que el ambiente político e ideológico de principios del siglo XVII no era propicio para un movimiento de liberación nacional, los hispanoamericanos tenían poca necesidad de declarar la independencia formal, porque gozaban de un considerable grado de independencia de facto, y la presión sobre ellos no era grande. Un siglo más tarde la situación era diferente. El peso del imperialismo era entonces mucho mayor, precisamente como resultado de la renovación del control imperial después de 1765.
La provocación tiene lugar no cuando la metrópoli está inerte, sino cuando actúa.
Durante mucho tiempo la obsesión de muchos virreyes era encontrar una manera de vincular la economía americana más estrechamente a España. Detener la primera emancipación de Hispanoamérica éste era el objetivo del nuevo imperialismo de Carlos III.
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